Para Emilio, que ve con el corazón.
Invisible para los ojos, me repetía a mí mismo mientras caminaba
la larga explanada de Place Bellecour, en Lyon, en búsqueda de un
monumento que tenía que estar por ahí, como tributo de Francia
a uno de sus hijos más queridos y celebrados, tanto que el aeropuerto
local lleva su nombre, recuerdo de quien fuera piloto aviador y
escritor, profesiones que de alguna forma convergen, pues escribir es
una forma de viajar por el aire mientras arrojas letras.
Finalmente lo hallé en el extremo oeste, más cerca del Saône que del Rhône,
brazos de agua que enmarcan parte de la ciudad y que, a diferencia de
muchas ciudades en México, son ríos vivos, no los secaron o entubaron, los
asumieron como parte de su patrimonio urbano. Detrás de unos árboles se
levanta una columna de mármol blanco de unos diez metros de altura en
cuya cúspide están dos figuras humanas, la del piloto que luce sentado, como
en una barda muy alta admirando el paisaje a sus pies, y la de un niño de pelo
ensortijado con cara de dibujo infantil cuya mano izquierda posa en el hombro
derecho del aeronauta. A pocos metros está la calle que lleva su nombre.
Enfilé por Rue Antoine de Saint-Exupéry en búsqueda del número 8,
un portón de madera en cuyo dintel un medallón de cantera dice que ahí
nació, el 29 de junio de 1900, el autor de uno de los libros más vendidos y
más traducidos de la historia. Mi búsqueda fetichista me recordó —valga
la insolente comparación— los recorridos que Fernando Savater ha
hecho en las ciudades icónicas de grandes escritores y cuyo testimonio
está narrado en sus libros Lugares con genio y Aquí viven leones, reseñas
biográficas donde el filósofo español, amante de la literatura y de los
viajes, marida y devela la Lisboa de Pessoa, la Ciudad de México de Paz,
el Buenos Aires de Borges, la Viena de Zweig y así, de varias figuras más
como Poe, Reyes, Flaubert, Shakespeare, tejiendo pistas de cómo aquellos
espacios inspiraron la obra de esos genios de la pluma.
A falta de erudición sobre la vida del autor de El Principito, veo aquellos
espacios y los lleno de especulación ociosa; sabemos, eso sí, que su profesión
de piloto lo llevó a viajar constantemente, por lo que no es descabellado
pensar que los sitios que le sirvieron de musa fueran quizá esos momentos
de soledad entre las nubes, viajes reflexivos y diálogos interiores.
En el otro extremo de la plaza llega una manifestación bastante grande
y ruidosa, pero pacífica, de la Confederación General de Trabajadores de
Francia, que gritan consignas socialistas contra la reforma de jubilación
que promueve el gobierno. Agitan sus banderas rojas, algunas con figuras
mitológicas del comunismo. Una de sus mantas dice: «Juntos por la
conquista de un mejor futuro». Días después vi las imágenes de los actos
vandálicos en el Centro Histórico de la Ciudad de México —durante la
marcha conmemorativa de los acontecimientos en Ayotzinapa— donde
un grupo de presuntos infiltrados hizo apología de la violencia mientras el
gobierno de la ciudad y el federal hicieron apología de la impunidad. Una
cosa es respetar el derecho a la manifestación pacífica y otra es tolerar actos
delictivos de esa magnitud. ¿Quién pondrá límites en México?
Buscar mejores condiciones de vida es un asunto que trasciende culturas,
religiones y filosofías. La obra emblemática de Saint-Exupéry debería
ser motivo de reflexión y análisis para toda la población. Encierra
símbolos que son un tratado existencial, la forma de encarar adversidades.
Más allá del sabio consejo de un zorro, más allá de la posibilidad
de ver corderos en una caja o imaginar un elefante dentro de una boa,
discutir si esa figura es un sombrero o no, de encontrar nuestra rosa y
cuidarla, tal vez necesitamos abandonar un poco al adulto que nos complica
para regresar al niño que fuimos. Quizá sólo así nuestros motivos
para protestar y destruir desaparezcan.
Viendo el grado de violencia e impunidad que tenemos en México,
se siente uno como extraviado en un desierto. ¿Dónde si no en los libros
está el futuro? Recordar a Saint-Exupéry nos viene bien: «Lo hermoso
del desierto es que en cualquier parte esconde un pozo».
Quienes amamos vivir en paz estamos llamados a encontrarlo, aunque
no lo percibamos con los ojos.
FUENTE: REFORMA
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